Por coronel (r) Carlos Alfonso Velásquez

En la medida en que se acerca el final del mandato del presidente Duque se va haciendo más evidente una de las características de su personalidad: un esfuerzo constante por edulcorar su insustancial gestión, utilizando lenguaje grandilocuente que trata de disfrazar la realidad. Por ejemplo, en entrevista en El Tiempo sostuvo que en el año 2021 se presentó “el mayor crecimiento económico en 115 años”, es decir, ¡en más de un siglo! dejando de mencionar que en ese mismo lapso no se presentó ninguna pandemia – o hecho fortuito similar- que obligará al parón económico del 2020, que a su turno indujera un efecto de rebote en el crecimiento como el que se dio. Y, claro está, más se demoró Duque en proclamarlo, que economistas de peso como José Antonio Ocampo demostrar que al relacionarlo con el 2019 (sin pandemia), fue solo del 2.3%.

Es decir, el crecimiento económico fue bueno, pero más producto de la tradicional ortodoxia colombiana en el manejo de la economía, que de sabias o audaces decisiones del Gobierno.

Lo cierto es que en Duque ha habido una tendencia constante por aparentar fuerza de carácter, eficacia, intransigencia con la corrupción, apoyo a la paz y tolerancia con la oposición incluyendo las “protestas sociales pacíficas”. Pero la realidad monda y lironda es que hay poco en su talante para ser creíble en cualquiera de esas cosas.

Tanto así que en la entrevista antes mencionada también dijo que la peor noticia del año había sido el Covid, sin hacer ni una sola referencia a las 96 masacres con 365 víctimas del año que terminó, ni a los líderes sociales asesinados durante su gobierno, y menos a los jóvenes afectados- incluso con la muerte- por desmanes de la Policía durante las protestas sociales. Y como si fuera poco importante, tampoco mencionó los correctivos aplicados para evitar la repetición de dichos desmanes.

Pero más allá de su forma de ser, de su terca y corta visión de los problemas más importantes del país y de su lealtad con el “gran colombiano y estadista Uribe”- que hoy le pregunta a unas estatuas como era la patria antes de la “seguridad democrática”-, el gobernante que tenemos insiste en mirar con soslayo la pacificación del país porque parece estar convencido de que la violencia que se deriva de la otrora guerra contra las Farc, no es un asunto político sino exclusivamente de la Fuerza Pública.

Si la violencia en Arauca se ha desatado de manera por demás preocupante, en una frontera con un país con el que no existe comunicación gubernamental, que se disputan las disidencias, las bandas de narcos y las guerrillas que viven de la falta de Estado y del fin de los canales diplomáticos, no es solo porque haya “sabandijas”, ni porque haga falta “pie de fuerza”, ni porque el negocio de la droga sea el combustible, sino porque el Gobierno cree que la guerra no es un asunto que, para acometerlo, requiere alta estrategia estatal y no solo militar. Pero para que aquella se conciba se requiere en la presidencia un político con talante de estadista, no uno que viva de las apariencias.

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