Por Eduardo Frontado Sánchez Para aquellos que valoramos profundamente los lazos afectivos, hacer amigos que se convierten en familia es todo un arte, y eso es exactamente lo que me ha sucedido a lo largo de más de 7 años de mi vida. Mi experiencia en el campamento Terecay es digna de contar, y comienza con la historia de cómo mi mamá pasó más de 2 años persuadiendo para que asistiera. Durante ese tiempo, ocurrieron cosas en mi vida que me marcaron. En 1999, en un momento de debilidad y para que mi mamá dejara de insistir, accedí a ir al campamento. Sin embargo, la noche anterior a mi partida, el miedo se apoderó de mí. Le dije a mi mamá que ella me veía como alguien normal, pero ¿cómo haría yo cuando quisiera ir al baño o realizar alguna de mis actividades cotidianas? Su respuesta fue que yo sabría resolverlo. A la mañana siguiente, subí a un autobús que partía desde el Parque del Este, un parque icónico en la ciudad de Caracas, Venezuela. Pero lo que no sabía en ese momento era que me dirigía a un lugar que me transmitió una gran paz y donde encontraría a mis verdaderos amigos, a quienes aún conservo hasta el día de hoy. Recuerdo que en mi primer día de campamento conocí al hermano de una gran amiga mía, quien actualmente es un reconocido médico urólogo en España. Supuestamente, mi estancia en el campamento iba a durar no más de una semana para facilitar mi adaptación y superar mi miedo al cambio. Sin embargo, después de solo tres días de esa primera semana, envié un fax a mi mamá diciéndole que quería quedarme y agradeciéndole por obligarme a vivir esa experiencia. En el campamento, gracias a la dedicación de los dueños, mi vida se hizo más fácil. Poco a poco, nos convertimos en un campamento inclusivo en todos los sentidos de la palabra. Se hicieron adaptaciones para mí, como una carretilla para poder montar en bicicleta y no perderme esa experiencia, o una silla especial para montar a caballo, entre otras cosas. Recuerdo con gran cariño que el campamento otorgaba un premio al “Campista del Año” a aquel que fuera capaz de realizar todas y cada una de las actividades sin temor al cansancio ni a nada más. Ese año, fui el ganador de ese premio. Aprendí a ordeñar búfalos, a preparar la receta del queso, y también encontré tiempo para escaparnos a comer pizza con quien ahora es mi padrino de confirmación y sus hijos. Debo confesar que en el campamento conocí a personas que han dejado una huella imborrable en mi vida, como Carlos, Enrique, María, Fernanda, Nicolás, Luis, Emilio, María Amelia, Andoni, entre otros. También debo decir que, además de aprender y disfrutar, siempre fui una persona que se rodeaba de los coordinadores y directores. Esto me permitía ver el campamento desde una perspectiva distinta: era una diversión, pero también un momento para aprender de cada una de las personas que me rodeaban. Para ellos, nunca fui más que uno de ellos, alguien a quien fastidiar, regañar y que debía cumplir con sus responsabilidades, pero siempre con una sonrisa en mi rostro. Existen amigos inolvidables que se convierten en parte de mi familia, como el gran Martín Azuaje. Aunque siempre fue mayor que yo y nunca fue mi guía en el campamento, sigue siendo un gran amigo con quien solía escaparme los jueves para almorzar e ir al cine, además fui su confidente en algunos momentos.
Ordeñando, cantando y montando a caballo.
También está Nicolás Plaza, a quien considero no solo un amigo, sino un hermano que ha estado presente en mi vida de manera incondicional. Junto a él, aprendí a resolver ecuaciones mentalmente y adquirí algunas nociones sobre la coordinación del campamento. Siempre tuve claro que, junto a cada uno de ellos y en especial con Nicolás, la amistad es un baluarte para los seres humanos. Después de no poder asistir más al campamento como campista, hablé con las directoras y juntos creamos un puesto al que denominamos “Encargado de Comunicaciones”. Este rol consistía en ser el enlace entre los padres y los campistas, pero más allá de eso, era mi excusa para seguir compartiendo con la familia que elegí. Hoy en día, tengo el privilegio de conservar a esa familia, aunque estemos esparcidos por todo el mundo. Cuando nos encontramos, seguimos siendo los mismos. Me considero muy afortunado por contar con cada uno de ellos. No solo han dejado una huella imborrable en mi vida, sino que son amistades que, como se dice, son para toda la vida. En muchos casos, la distancia no es un problema, sino una excusa para estar cada vez más unidos. Creo firmemente que cada ser humano vive la vida como desea, pero también tiene la oportunidad de decidir cómo será su vida en diferentes momentos. En mi caso, ha sido una vida libre de condenas, donde mi discapacidad ha sido un privilegio y no una limitación. También puede leer:
Cómo manejar la ansiedad y el estrés al momento de trabajar y estudiar

By admin