Por Carlos Alfonso Velásquez

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Uno de los rasgos de la cultura que tiende a imponerse en nuestros días es la incapacidad para percibir las ideas centrales o principios que explican los fenómenos sociales que se despliega ante nuestra mirada. De aquí provienen las insuficiencias para combatir las calamidades que nos afligen pues las atacamos sin atender a sus raíces.

De esta manera nos vemos abrumados por problemas que no sabemos cómo solucionar, o proponemos soluciones que sólo atacan sus consecuencias sin atender a sus causas. Y esto sucede porque se ha ido perdiendo la capacidad para enjuiciar la realidad desde una perspectiva abarcadora que la explique de manera coherente.

Evidencias de dicha incapacidad saltan a la vista: si aumenta el número de crímenes perpetrados por adolescentes, pensamos que la solución consiste en rebajar la edad penal; si ha habido casos de impunidad al juzgar militares que delinquen pensamos que la solución está dejarlos sin un fuero especializado; si la negociación en La Habana va muy lenta, pensamos que se agiliza con la consigna de “avanzar, avanzar y avanzar” y con aprobar el “referendo por la paz”.

Esta incapacidad beneficia a los políticos que han hecho del combate de los problemas sociales en sus consecuencias su coartada preferida, pues cuando se mantiene el juicio sobre la realidad en un plano contingente, se aviva la bulla ideológica y así se oscurece la raíz de los problemas.

Así las cosas, no es de extrañar que haya tanta desinformación respecto a la importancia central de lo político en el conflicto armado. Es más, por esto hay altos funcionarios del Estado que hablan de los “actores del conflicto” pensando en los miembros de la Fuerza Pública y las guerrillas, como si el enfrentamiento fuera solo entre ellos.

No se han dado cuenta que la teoría contrainsurgente demuestra que la guerra es 20 por ciento militar y 80 por ciento política, y que lo militar debe caminar en coherencia con los propósitos políticos. Después de décadas de reflexión sobre los éxitos y los fracasos de la contrainsurgencia en países asiáticos, africanos y latinoamericanos, ha quedado claro que la guerra no se gana porque se destruya a las guerrillas en determinadas zonas.

La victoria sólo se logra cuando la guerrilla es dejada sola, aislada, por la población, por convicción y no por imposición. La victoria sólo se obtiene mediante la legitimidad ganada o recuperada por el Estado encabezado por el Gobierno -no solo por su Fuerza Pública- y su demostración a la población, por medios legítimos, de que la guerrilla es irrelevante. De aquí se deriva el interrogante clave a responder por parte de quienes tienen el deber de conducir el Estado hacia la terminación del conflicto con una estrategia pertinente: ¿Cómo lograr que las guerrillas sean realmente irrelevantes?

 

 

 

 

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